Neymar llora. Arrodillado sobre el césped del Krestovsky de San Petersburgo, buscando inútilmente la intimidad entre las luces de los focos. Pero Neymar no busca evadirse. No busca un rincón solitario en el que digerir sus emociones, al parecer tan incontrolables, en un discreto ámbito privado. Neymar es un hombre de excesos y al que le gusta exhibirse como un pavo real desplegando el plumaje. De peinados extravagantes, de colorido flúor y mueca histriónica. Un futbolista sobreactuado que se encuentra cómodo aglutinando miradas, por inquisitorias que estas sean. Sus defensores dicen que su sentido del espectáculo es tan absoluto que hay que comprender su desaforado histrionismo como una valiosa contribución al panem et circenses que todos venimos a buscar en un ajeno Brasil-Serbia. Que sin su participación, su gestualidad y sus jueguecitos infantiles todo sería mucho más aburrido. Y no les falta razón, pero a mí me van las cosas con fuste y seriedad. Con la trascendencia justa. Sobriedad y no dramatismo.
La Brasil que comanda Neymar con una pasmosa naturalidad juega siempre al límite de las emociones. Abrazan en comunidad una especie de éxtasis místico cuando braman eso del ‘Terra adorada entre outras mil és tu, Brasil, ó pátria amada‘. Y a partir de ahí, con el corazón sometiendo a la cabeza, disputan un partido bajo un ritmo emocional prácticamente insostenible. Llaman a la grada, se excitan en cada lance cotidiano del juego alentados desde su propio banquillo y llevan el duelo al plano de la visceralidad extrema sin posibilidad de retorno. Y todo parece una consigna evidente de su técnico, empeñado en sostener el partido sobre el umbral lógico de frecuencia cardíaca con una continua batalla, tanto dialéctica como gestual, planteada desde su área técnica. Ante la ausencia de fútbol, futbolistas en trance. Ante la ausencia de ideas, emociones a flor de piel. Solo Thiago Silva y Marcelo, abochornados en su papel de veteranos, parecen capacitados para poner un punto de sensatez entre tanta desmesura impúber.
El equipo hiperemocional de Tité tira de pasión para llegar hasta donde no llega su juego, confiado imprudentemente a la incuestionable habilidad de sus hombres de vanguardia. Pero encierra un delicado peligro, siempre latente. No es sencillo gestionar el devenir de un partido definitivo, de un choque eliminatorio, con el estómago encogido por la tensión. Si el resultado acompaña, si la comunión con la grada no se quiebra y si el desarrollo del encuentro no se pone caprichoso, la emotividad puede llegar a funcionar y a disparar incluso el juego del equipo. Si, por el contrario, el partido no avanza por donde la canarinha prevé, si las cosas no salen, si la grada se impacienta y comienza a señalar camisetas, entonces el equilibrio se rompe y el horizonte comienza a sembrarse de dudas. Uno espera otra cosa de una selección pentacampeona del mundo y que se presenta como una de las favoritas a reeditar la gloria. Una mayor destreza a la hora de jugar con la emotividad de cada lance. Tengo la sensación de que, en los encuentros que restarían aún a una hipotética Brasil campeona del mundo, vamos a vivir episodios en los que la teatralización del juego y la visceralidad de la Seleçao va a terminar jugando en contra de sus propios intereses. Tal debe ser el pánico a la derrota y el fracaso bajo esa presión inaudita. Contra la débil Costa Rica libraron por poco y la performance brasileira vivió una apoteosis final repleta de rezos, plegarias y lágrimas incontenibles que ofrece pocas dudas sobre el camino que continuará marcando el inefable Tité.