En las horas posteriores al desastre de Luzhnikí, España se vio de pronto a sí misma enterrada en las catacumbas futbolísticas a las que tantos años se había visto confinada. Inesperadamente (o quizá no tanto), había pasado de ser candidata a levantar el trofeo por segunda vez en su historia a verse sumida en las más absoluta de las desgracias. Hundida de donde creía felizmente haber salido para siempre diez años atrás. Descabezada, huérfana, ahogada en un desgarrador grito silencioso de auxilio. Otra vez en la casilla de salida. Otra vez con la mirada perdida en busca de una explicación que no llega. Otra vez ignorante de que, de nuevo, su principal enemigo volvía a ser ella misma, la España cainita y revanchista. La España bicéfala, la del conmigo o contra mí. La España egoísta e insolidaria que busca el lustre personal siempre por encima del colectivo.
España nació en este Mundial con graves malformaciones que auguraban un triste desenlace. Lo suyo no ha sido cosa de un mal día, sino un fallo multiorgánico desencandenado a partir de una intromisión extemporánea, la de Florentino Pérez, una traición, la de Julen Lopetegui y una torpe decisión tomada en caliente por un directivo que, hasta la fecha, ha hecho gala de poseer escasas capacidades directivas, Luis Rubiales. Cada uno con su signo de exclamación sobre su cabeza. Cada uno con su parcelita de desatino y de egoísmo. Hay interpretaciones de todos los colores sobre el episodio surgido alrededor de la salida de Lopetegui. Sin entrar a valorar todas y cada una de ellas, porque muy probablemente todas tengan un punto de acierto, lo cierto es que pocos equipos habrían sido capaz de sobrevivir a la pérdida sobrevenida de su técnico a dos días de empezar la competición. Pensar que un cambio de una figura tan relevante como la del entrenador, ejecutado de manera abrupta y a dos días del inicio del torneo, no iba a tener incidencia en el devenir final del equipo solo se explica desde una doble perspectiva: la de la irresponsabilidad y la de la ignorancia. Fue tal la convulsión provocada que el supuesto favoritismo se esfumó en unas horas. De pronto, el banquillo de la selección española, parecía un lugar ingrato. Dejó de ser un puesto apetecible y prestigioso para convertirse en un segundo plato. En un premio para meritorios, perdiendo de golpe la relevancia que tiene y que sin duda merece. Lo que Fernando Hierro se encontró tras el despido de Julen no fue ningún marrón. Fue más bien una inesperada invitación a la gloria por el mero hecho de pasar por allí y con el único mérito contraído de llamarse Fernando y apellidarse Hierro. Con todo, no debería focalizarse la culpabilidad sobre el malagueño, líder impuesto y forzado que ha demostrado una nula capacidad para voltear la situación deportiva creada tras la degeneración institucional.
Esta vez España no tuvo un final accidentado y violento. Fue más bien como una muerte natural, con el enfermo terminal postrado en su lecho y expirando en paz y en compañía de sus apenados familiares. Ni una convulsión. Ni un intento desesperado por aferrarse a la vida. Entregada a su suerte con la impotencia del que es plenamente consciente de que ningún tratamiento podría haber evitado el triste final. Todos lo sospechábamos aunque preferíamos no mencionarlo, en confianza de que correr un tupido velo sobre los males que acechaban a la selección fuese suficiente para enmendarlos. Es decir, solucionar los problemas sin plantear soluciones. Una cosa de locos.
La deriva del ‘estilo que nos hizo campeones‘ es evidente. Tanto se ha desvirtuado que en nada recuerda ya al desplegado por la España del cuatrienio mágico. España ha ido perdiendo la esencia de su juego hasta quedarse únicamente con la parte más inofensiva y plácida del mismo y perder aquello que de verdad lo hacía incuestionable: el ritmo, la verticalidad y la velocidad de ejecución, esto es, aquello que la distinguía de las meras imitaciones. La selección es ahora una papilla de pases anodinos ejecutados sin la más mínima malicia. Una sublimación de la nada. Un pastiche infumable que ni siquiera se asemeja a lo que trata de parecerse. Anoche se arrojó un dato tan hiriente como demoledor: de los 1.174 pases trazados por España ante Rusia, solo 278 de ellos fueron hacia adelante. Simplificando, solo el 23% del juego de España tuvo intenciones dañinas. No es que el estilo de España sea intocable e innegociable, es que ha sido la propia España la que ya se ha encargado de degenerarlo, en una muestra evidente de que para jugar a algo siempre hace falta alguien. Es decir, que no importa tanto el cómo, sino el con quién.
Porque otro de los capítulos de esta sonroja colectiva pasa inevitablemente por el recambio generacional. Por asumir que la pandilla reunida en Sudáfrica probablemente sea irrepetible y que ésta actual es solo un pobre sucedáneo, con varios futbolistas asomados al abismo de su retirada y otros, simplemente, incapaces de alcanzar el nivel de sus predecesores. Quizá es que Isco, Koke, Asensio, De Gea o Costa no hayan alcanzado aún su plenitud futbolística y aún esté lo mejor por llegar. O tal vez es que su nivel nunca vaya a acercarse al de Iniesta, Xabi Alonso, Xavi, Casillas o David Villa. No pasa nada por asumirlo y es el primer paso para admitir que a España le falta algo tan básico como futbolistas, para que luego no vengan las sorpresas y las decepciones. Mención aparte merece el caso de Isco, probablemente el futbolista que más lo ha intentado en este Mundial. El malagueño es un jugador extraño. Un jugador de momentos al que le ha faltado continuidad desde su llegada a la elite. Un auténtico virtuoso de la pelota que esconde una inusitada incapacidad de resultar útil al juego colectivo. Una pisadita, un regate, otro, un giro sobre la pelota… y el rival ya está rearmado. Cuando el juego exige vértigo, él lo ralentiza. No se explica de otra forma que a estas alturas de su carrera no goce de mayor protagonismo en su equipo. Pese a ello, es uno de los pocos jugadores sobre los que uno podría fantasear planteándose un futuro inmediato algo más halagüeño.
El horizonte se presenta incierto. Con un presidente que, tras apenas un mes en el cargo, ha de hacer frente a la mayor crisis deportiva conocida por nuestro fútbol, con un seleccionador interino y con una afición dividida y empeñada en percibir al equipo nacional bajo el particular filtro de su club. En repartir culpas y señalar salvadores en función del escudo que se defienda cada fin de semana. Todo ello nos devuelve a la España atribulada que ayer capituló sobre el césped de Luzhnikí. A la España insegura y extraviada en búsqueda de una identidad. De aprender de nuevo quién es y qué es lo que pretende hacer.